El ibérico es un producto aparentemente sencillo. En los matices está la diferencia entre uno bueno y uno excepcional. La naturaleza y la mano del hombre, mano a mano, nos permiten tener un manjar a mano.
Sin alharacas: el jamón ibérico es un milagro. No hay más. A partir de ese reconocimiento, podremos intentar aprender para mejorar, si eso es posible, el producto que se ofrece; buscaremos el mejor clima y el medio más adecuado tanto para la cría del ganado como para la elaboración del producto, pero lo cierto es que el gozo de llevarse una lonchita de jamón a la boca es la consecuencia de un regalo de la naturaleza, de un milagro de conjunción de factores climáticos, florísticos con otros puramente azarosos del nivel del alineamiento de los planetas.
Asumido modestamente este hecho, solo cabe ser agradecidos a lo que la madre tierra ha puesto en nuestras manos y poner todo -tiempo, esmero, sabiduría, raza ibérica, bellota y el aire de Guijuelo- de nuestra parte para que el milagro mejore, se multiplique y llegue a todos los hogares. El proceso de curación del ibérico es sencillo, pero una serie de factores contribuyen a que sea aún mejor.
Veamos. La ósmosis es un proceso químico que posibilita que el líquido de la carne salga fuera secándose esta. Para que este proceso arranque es necesario cubrir de sal marina el ibérico. El riesgo consiste en que el pernil quede demasiado salado. El clima de Guijuelo permite que con menor cantidad de sal –para mantener el dulzor propio del producto- se llegue a un grado perfecto de secado. Ahí también contribuye la mano del hombre: cuando ha concluido esta fase hay que retirar la sal. Un lavado permite retirar los restos de sal exterior y lo prepara para posteriormente, embolar, perfilar y moldear el jamón.
A continuación, nuestro producto ha de descansar para que la sal que se incrustado en la carne se difunda de forma homogénea. Las condiciones de Guijuelo son óptimas pero hay que estabilizar y controlar las condiciones en secaderos para que potenciar el efecto de la zona.
Las prisas, como decía Paco Rabal encarnando al mítico Juncal, son para los delincuentes y los malos toreros. Entre 24 a 30 meses, dos años y dos y medio, tarda el jamón en completar el secado. Pero aún no es suficiente. Se necesitan otro año, año y medio, en la bodega para que madure, para que afine sus propiedades, para que el milagro haya culminado. Luego estamos usted y yo, para saborearlo y dar las gracias a la madre naturaleza. Todo un privilegio.
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